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George Washington y Santo Domingo

sábado, 10 de enero de 2015

Por Jesús Méndez Jiminián


(Parte I)

Durante las administraciones del Presidente Washington, se producen ciertas relaciones entre Norteamérica y Santo Domingo, cuando en sus inicios “(…) capitanes yanquis se asentaron en los vastos dominios españoles atraídos por incentivos comerciales”.
   
En los años en que el  Presidente Washington iniciaba su primer período de gobierno, se daba cierto comercio ilícito en muchas islas del Caribe con capitanes y mercaderes, que eran iniciados desde algunas potencias europeas con tales fines. Santo Domingo  era entonces una pieza clave para esas potencias. 
    
Los puertos de Francia en el Caribe, antes de Washington acceder a la presidencia de Norteamérica, fueron abiertos al comercio extranjero. Por ejemplo, señala Callan Tansill en una importante obra, que el 23 de julio de 1783, es decir, cinco años después de Norteamérica haber logrado su independencia, el gobernador  de la isla de Martinica, Monsieur Damas, “alentaba un comercio limitado con Norteamérica”;  y con Haití ocurría también lo mismo. Pero a la vez, se prohibía la entrada de la harina inglesa a los territorios coloniales franceses. 
     
Sin embargo, poco tiempo atrás, se establece un comercio “(…) con colonias norteamericanas … de secundaria importancia para los colonos de Haití, pero les complacía trocar grandes cantidades de azúcar y melaza por pescado, la carne salada de res, las provisiones y los negros de Guinea (en África, n. de j.m.j.) que les eran llevados a embarcaciones yanquis.”
    
No obstante estos sucesos, cinco años atrás, Francia había firmado un “tratado secreto” con Norteamérica de tipo comercial y amistoso. Juan Bosch, en su obra “De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe Frontera Imperial” (pp. 281-282), lo explica así:
    
“El 6 de febrero de 1778 Francia firmó con los recién nacidos Estados Unidos un tratado secreto de amistad y comercio en el que incluía el reconocimiento de la independencia de las antiguas colonias inglesas y se establecía,  además una alianza defensiva, lo que implicaba un serio revés para la Gran Bretaña y sobre todo para los ingleses que tenían intereses en esa colonia”.
    
España por su parte, también ayudaba a los norteamericanos, y había en consecuencia, formando una alianza   con Francia. Los españoles prestaban a los norteamericanos ayuda económica y política a través del representante estadounidense, en España, el señor Arthur Lee.  Bosch cita el hecho de que, el Santo Domingo español compraba a Norteamérica en aquellos años herramientas, harina y productos manufacturados. En Haití, ya lo comentamos, los norteamericanos se abastecían de melaza, azúcar, ron, algodón y otros productos. También las islas holandesas en el Caribe hacían lo propio.

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“Las estrechas relaciones comerciales –indica Bosch- que tenían los norteamericanos con todos los territorios del Caribe les proporcionaron vivas simpatías en su lucha por la independencia, al grado de que en los puertos holandeses de San Martín y San Eustaquio sus barcos podían izar la bandera de las barras y las estrellas antes de que Holanda hubiera reconocido esa independencia. Había agentes de la revolución (norteamericana, n. de j.m.j.) que operaban públicamente  en todos los territorios del Caribe. Antes de que Francia firmara el tratado secreto de febrero de 1778, las autoridades francesas del Caribe permitían a los corsarios yanquis guarecerse en puertos franceses, y fueron muchas las presas británicas que hicieron esos corsarios; por ejemplo, en una ocasión desembarcaron en las Granadinas, quemaron propiedades inglesas y se llevaron esclavos; en otra ocasión se metieron en bahías de Tobago y se llevaron barcos británicos”.
    
La actividad comercial de la naciente Norteamérica, en el Caribe, se fue expandiendo, pese a que en los primeros años muchas de sus embarcaciones tuvieron que ser utilizadas en los combates contra Inglaterra. Tal es la importancia que los Estados Unidos le dieron entonces al Caribe, y a la Isla de Santo Domingo en particular, que en el primer gobierno de Washington (1789-1793), fue designado un cónsul estadounidense en Cap Français. Esto ocurrió el 7 de junio de 1790. Se trataba  del señor Sulvanus Bourne. 
    
Bourne llegó a Cap Français el 16 de marzo de 1791 y de inmediato presentó  sus cartas credenciales, “debidamente al Gobierno” instalado allí por los franceses, dice Callan Tansill (p. 283). En su citada obra. Esto, sin dudas, provocó ciertos celos en algunas naciones europeas, a tal punto, que su salida de Haití se produjo de manera inesperada a mediados de julio de 1791. El señor Bourne, sin embargo, “no presentó renuncia a su comisión de cónsul hasta el 28 de diciembre de 1791.”
   
La lucha armada que se originó en Haití en 1791, fue iniciada por un mulato rico llamado Vincent Ogé,  que después de haber embarcado para Inglaterra, pasó a los Estados Unido, donde apunta Bosch, “compró armas y municiones, y llegó a Cap- François el 21 de octubre de 1790”. A él le tocó el iniciar la lucha armada contra los blancos de Haití.” (De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe Frontera Imperial, Juan Bosch, p. 313).  Cuando ocurrieron en Haití los sucesos que dieron origen  a la Revolución, se produjo un éxodo de franceses y algunos mulatos a los Estados Unidos  específicamente a las ciudades de Charleston y Nueva Orleáns, “ciudades que estaban profundamente comprometidas con el tipo de esclavitud que, a pesar de no ser tan brutal como la de Santo Domingo, fue ciertamente inflexible (…), durante el año de 1809 el número de inmigrantes franceses hacia Nueva Orleans desde Cuba solamente pasó de 10,000 individuos, incluyendo blancos, esclavos y mulatos. En el período de un mes, en 1809, por lo menos treinta  barcos procedentes de Cuba desembarcaron 10,347 refugiados  en Nueva Orleans, incluyendo 3,428 mulatos. En Charleston., entre 1790 y 1810, el número de negros libres alcanzó más del doble (de 1,801 personas a 4,554)…”. (p. 74, en “Los mulatos en la Isla Española y los Estados Unidos, de William Javier Nelson, EME-EME, Vol. XII,  Núm. 67, jul-ago. 1983, publicaciones de la UCMM).
    
Callan Tansill señala, además, refutando algunas consideraciones, que durante el primer gobierno del Presidente Washington, “el comercio entre Haití y los Estados Unidos era considerable”.

Y agrega:

“En un informe (de Thomas Jefferson, entonces secretario de Estado, n. de j.m.j.) al Presidente Washington del 23 de diciembre de 1791 (…) estimaba que las exportaciones desde los Estados Unidos hacia las islas francesas del Caribe sumaban la cantidad de $3,284,656 (dólares) y las importaciones desde allá a $1,913,212 (dólares)”.

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Según indica Callan Tansill en su obra, el motivo esencial por el que el señor Bourne tomó por decisión marcharse a su país, fue por temor a su vida, que corría  peligro en Haití, debido a las serias confrontaciones que se venían dando entre los negros esclavos y sus amos, y que trajo consigo años después su independencia.
   
 “La vaticinada guerra civil en Haití estalló con súbita furia durante la noche del 22 de agosto de 1791, cuando los esclavizados negros comenzaron a asesinar a sus amos. Los administradores de la colonia (es decir, los franceses, n. de j.m.j.) prontamente acudieron a los Estados Unidos en busca de auxilio y enviaron representantes a Filadelfia para obtener municiones   y provisiones. El ministro de Francia en los Estados Unidos, Ferrant, se resintió  ante estas peticiones directas al gobierno norteamericano sintiendo graves temores por el creciente espíritu de independencia en Haití”.
    
Thomas Jefferson quien ocupaba el cargo de secretario de Estado del Gobierno del Presidente Washington y ante las conjeturas de monsieur Ternant, se apresuró a ordenar a su subalterno William Short, su representante en París, para que negara de forma enfática  “que el gobierno norteamericano tuviera designios sobre Haití”.
    
“Pocas semanas después, Jefferson daba garantías similares a Ternant en cuanto a la política norteamericana en el Caribe (…) La asistencia prometida por el gobierno norteamericano fue concedida a la administración colonial francesa mediante pagos sobre la deuda nacional con Francia”.
    
Los ingleses por su parte, atizaban las luchas que tenían  lugar en Haití entre los negros esclavos liderados por Toussaint Louverture, y sus amos.  Esta situación provocó una airada protesta  del ministro Jeffersson, quien el 3 de abril de 1793 le dirigió a James Mason una carta en la que, entre otras cosas, le comunicaba, que debía  informarle al gabinete británico, que el gobierno norteamericano estaba dispuesto a hacer  causa común con Francia, para que ésta mantuviera sus posesiones en el Caribe. 
    
Por su parte, los británicos, trataban de impedir a toda costa, cualquier tipo de intercambio comercial entre los franceses y los norteamericanos. Callan Tansill en su obra lo destaca así: 
    
“Con la finalidad de interrumpir todo intercambio entre los puertos norteamericanos y franceses del Caribe, el Gobierno británico entonces dictó una Ordenanza del Consejo (6 de noviembre de 1793) ordenando a los comandantes de la marina de guerra británica  detener las embarcaciones cargadas con productos de cualquier colonia perteneciente a Francia, o  trasportando provisiones u otros abastecimientos para el uso de tal colonia”.

    
Pero, aunque en otra Ordenanza de fecha 8 de enero de 1794, los británicos expresaban términos similares, y pese a que “las restricciones sobre el comercio norteamericano con las islas francesas del Caribe se vieron algo disminuidas, los peligros que aún asechaban las operaciones comerciales en dichas aguas eran tan agudas” que capitanes y oficiales norteamericanos con sus embarcaciones continuaban, aunque con ciertas precauciones, haciendo negocios con los franceses en la frontera imperial. 

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Hubo, sin embargo, con tales acciones de los norteamericanos  “efectos desastrosos”. Por lo que se vieron obligados a tomar ciertas medidas de protección y precaución. A tales fines, el gobierno del Presidente Washington, en julio  de 1796, comisionó al señor Jacob Mayer, para que fuera su cónsul en Cap Fançais. 
    
Mayer un año después, es decir, en fecha 17 de julio de 1797,  entre otras cosas, le informaba a sus superiores respecto a la precariedad en que se desenvolvía el comercio norteamericano en algunos puertos haitianos.  Se estaban produciendo, pues, secuestros ilegales por parte de corsarios franceses, por lo que el gobierno de Washington se vio precisado a tomar ciertas represalias.
    
Casi que, valiéndose de algunos términos de las leyes acordadas por su Congreso, los Estados Unidos suspendieron mientras tanto, todo tipo de intercambio comercial con Francia y sus colonias. “Los tratados con Francia fueron declarados abrogados, y se creó el Departamento de Marina”. 

LOS ÚLTIMOS DÍAS DEL PRESIDENTE WASHINGTON

Francia e Inglaterra, por su lado,  seguirían enfrascados en una guerra  que no culminaría sino hasta inicios del siglo XIX. Washington que había emitido una “Proclama de Neutralidad” en aquellos conflictos, era blanco de muchos de sus compatriotas por tal actitud. Sin embargo, el tiempo les hizo dar la razón a su gran líder y guía. 
   
 “Washington sorteó las tormentas de desaprobación popular tal como había capeado Valley Forge (…) Ansiaba la paz de Mount Vernon. Airadamente rechazó el ofrecimiento de una tercera presidencia. Nunca jamás, si estuviese en él evitarlo, se sometería a la crítica de que había sido objeto a causa de su actitud hacia Francia y sus tentativas con Inglaterra”.
    
Pero, ¿cómo dejaba el Presidente Washington a su país tras ocho años bajo su dirección? La forma más concreta y sencilla de explicarlo la encontramos en estas breves palabras: 
    
“Durante los ocho años de su presidencia una joven e inexperta nación había luchado para salir de un desierto de dudas, escepticismo y pobreza. La dejaba fuerte, unida, confiada en sí misma, y respetada en el exterior”.

    
La honestidad y el amor a su patria, eran los más preciados dones que Washington podía dejarle a sus compatriotas  como herencia. A él le sucedió en la presidencia John Adams. Sin embargo, toda la nación norteamericana y sus principales líderes deseaban el concurso de Washington, que  ya se había retirado a Mount Vernon, pese a las complejas circunstancias internacionales. El pueblo norteamericano pedía sin cesar al Presidente Adams, que George Washington estuviese al frente del ejército.
    
“Washington aceptó el nombramiento a regañadientes, con la condición de que tendría libertad para nombrar a Alexander Hamilton  y Henry Knox generales de su estado mayor. El Congreso organizó un poderoso departamento de marina, se equiparon catorce barcos de guerra, y para mediados de febrero de 1799, ya se habían producido encuentros entre naves  norteamericanas y francesas en las Indias Occidentales. Luego amainó un movimiento  de conciliación en Francia”. 

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Apenas algo menos de dos años ocupó Washington este cargo. Ansiaba la vida tranquila de Mount Vernon. A inicios de diciembre de 1799, Washington recorría a lomo de caballo sus extensas plantaciones en Virginia. Sentía que ya lo había dado todo por su patria, y que sus días finales se acercaban.
    
“Agrimensor, soldado, ciudadano privado, estadista, granjero, Washington era intensamente humano (…) con defectos y virtudes, así como impenetrables estoicismos alternando con arrolladoras explosiones de pasión. Su personalidad era fuerte y simple en algunos aspectos; en otros, de una complejidad que promete eludir para siempre el análisis”.
    
Cuando Washington murió el 14 de diciembre de 1799, casi al culminar el siglo XVIII, no sólo sus compatriotas se sintieron conturbados  ante aquella pérdida irreparable.  Francia e Inglaterra que estaban en guerra hicieron un breve alto al fuego. Un gran hombre, mejor patriota, decía adiós para siempre de la vida terrenal. América perdía a uno de sus más grandes hombres; y a uno de sus más brillantes estadistas. Desde entonces:
    
“(…) George Washington ingresó en la tradición norteamericana como el patriota supremo, aquel que está por encima de los partidos, por encima de los intereses y por encima de las personalidades, granjeándose así la estima máxima de toda la nación norteamericana”
.

 El autor es miembro de la Cátedra “José Martí” en la UASD